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Críticas

Prof. Dr. Francisco Calvo Serraler

«Lo real»

Texto para el catálogo de la exposición individual «Álvaro Toledo», Galería Leandro Navarro, del 18 de septiembre al 30 de octubre de 2008

Al contemplar la obra de Álvaro Toledo, seguramente muchos la etiquetarán como «realista», pensando equivocadamente que lo que significa esta etiqueta es la representación de un motivo figurativo al modo tradicional, justo lo contrario de lo que se considera que hace el arte contemporáneo. Quizá algunos, más enterados, la adscriban al realismo madrileño, que no en balde ha alcanzado cierto predicamento, aunque nadie sepa explicar porqué.

Posiblemente, haya todavía menos entre estos hipotéticos contempladores, quienes se aventuren a enraizar la obra de Toledo y del mencionado realismo madrileño en la tradición histórica española, que tiene una fama consolidada como «escuela realista». Pero seguramente una exigua minoría sabrá no sólo que el realismo, término y estilo, es una creación de la vanguardia contemporánea, dado a conocer en el ecuador del siglo XIX, sino que además alcanzó su plenitud de desarrollo a partir de 1930, renovando sus planteamientos, de forma sucesivamente polémica, hasta hoy.

No nos olvidemos que las vanguardias artísticas de los años treinta del siglo xx pasaron a la historia con la denominación de «realistas», pero que, a partir de 1960, volvieron a retoñar, esta vez de manera tan enfática que usaron fórmulas de presentación pública como «hiperrealismo» o «fotorrealismo».

Aunque se podría seguir acopiando más información al respecto, y no digamos si usáramos la versión más laxa del realismo como lo que corresponde a una obra figurativa, no creo que haya que insistir en ello. Por lo menos, no más allá de lo
que hemos hecho hasta aquí con la única intención de despejar equívocos y prejuicios, cuyo principal defecto es que no pocas veces entorpecen y hasta ciegan nuestra capacidad de visión.

Tratemos, por nuestra parte, de no caer en ningún falso estereotipo y miremos con atención la obra de Álvaro Toledo, que ahora presenta una treintena de cuadros, aproximadamente la mitad de los cuales están realizados con carboncillo sobre tabla y la otra mitad son óleos sobre lienzo, sobre tabla o sobre soportes mixtos. Desde el punto de vista temático, la mayoría de esta obra encaja en el género del bodegón o de las naturalezas muertas, un género que lógicamente se ha representado casi siempre en el interior de una intimidad doméstica, con lo que ello comporta de reconstrucción arquitectónica del entorno. Si volviésemos ahora sobre las características que han definido históricamente este género a lo largo de los cuatro últimos siglos, que es cuando alcanzó, por así decirlo, su autonomía, de nuevo estaríamos abocados a dar cuenta de una prolija casuística, todo lo útil y clarificatoria que se quiera, pero fatalmente nos apartaría del objeto principal de  nuestra atención.

El realismo de Álvaro Toledo es, sin duda, contemporáneo, lo que no significa, sin embargo, que no tenga lazos precisos con el pasado histórico, aunque ninguno que no sea producto de la específica forma con que un artista actual, sea cual sea su orientación y técnica, mira a sus ancestros.

En este sentido, creo que la obra de Álvaro Toledo tiene una deuda con el ahora llamado «realismo óptico» de la pintura holandesa de la segunda mitad del siglo XVII y, en especial, dada su fascinación por la luz, con Vermeer. No obstante, la manera con que Toledo compone la interpretación de espacios en un interior doméstico, busca perspectivas y ejes visuales que son impensables sin el arte y la arquitectura de vanguardia del siglo XX. Así como también el uso que hace de la luz –la forma con que ésta culebrea, dinamiza, enfoca e insemina el espacio– no serían posibles, no temo decirlo y menos parecer radical, sin el mismo Mondrian, que fue tan holandés como Veermer y al que también tuvo muy en consideración. Yendo por ésta misma línea, aunque cambiando de tercio, también traería a colación, por ejemplo, el cine del danés C. Th. Dreyer y, no digamos, la fotografía de algunos de los mejores maestros contemporáneos.

De manera que, al óleo y al carbón, la obra de Álvaro Toledo no es sólo el complejo precipitado de un diálogo cruzado entre siglos desde el presente, sino que, por tanto, actualiza la historia, la pone a prueba para sacar el máximo provecho de lo que ve. Y lo que mira y trata de representar es la luz. Pero no una luz ideal de permanente mediodía, sino una luz moderna, porque está dramatizada. Y el drama de la luz es el tiempo; esto es: los infinitos cambios que acaecen al paso de la radiación solar por nuestro planeta, que no sólo modifican nuestra visión sino lo que vemos. Para sustraerse a esa fascinante, pero también vertiginosa experiencia de los infinitos cambios de luz, el hombre ha tratado de fijarla como idea. Luego, mediante diversos artilugios técnicos ha tratado de «cronificarla», pautando su vida según el paso de las horas de la luz.

Finalmente, ha sido capaz de crear una iluminación artificial e, incluso, la ha congelado en instantáneas. De todas formas, la haya exorcizado o la haya manipulado, el hombre, ayer y hoy, vive pautado por la luz. Para un artista, sin embargo, la cuestión es cómo plasmarla de una manera física; esto es: no la luz en sí sino su «encarnadura», su efecto sobre las cosas. Álvaro Toledo dramatiza la luz, en primer término, mediante el recurso moderno del claroscuro, que sirve para que tomemos consciencia visual de las sombras, que perfilan la cualidad y la calidad de los objetos; pero también, en segundo, la dramatiza mediante la captación de su ritmo, que, según y cómo, hace chisporrotear los reflejos que hacen «danzar» un espacio yerto. No obstante, ni lo uno ni lo otro, ni el enfoque luminoso en sí ni el animado mariposeo de sus mil reflejos, dejan de tener su historia, que no es nunca la misma, porque nunca puede ser igual a sí misma la luz, cuando las cosas y los materiales con éstas han sido sucesivamente fabricadas cambian. No actúa, en efecto, lo mismo la luz cuando hay vidrio, acero, metacrilato, etc., ni tampoco cuando al ajuar doméstico, la propia arquitectura del interior y tantas otras circunstancias inciden modificando, por esto o por lo otro, la forma en que la luz se nos presenta y, por tanto, literalmente, alumbra de manera diversa nuestra vida. Todos estos incontables sucesos, que han hecho distinta la forma de existir del hombre, constituyen el desafío supremo de un artista, que trata de registrar al detalle la epopeya luminosa.

Aunque la infinidad de matices que conlleva esta captación, que está supeditada a tantos factores aleatorios, convierta en una dificultad pasmosa la pugna por plasmar la luz, cuanto más complejo sea en cada caso el propósito, mayor será la orgía de un pintor.

Lo es, sin duda, para Álvaro Toledo, que no hace una luz igual, no sólo porque está atento a todas las muy diferentes formas con que ésta se presenta a cada momento del día y del lugar, sino porque, mirando sus cuadros, nos apercibimos de que, en realidad, Álvaro Toledo dispone escenográficamente todo, la composición y los elementos materiales con que la arma, sólo para sorprender el evanescente paso de la luz; es decir: que usa las cosas como «positivadores» de los misterios más refractarios de la luz. Es entonces, mientras miramos con atención qué ocurre con los intersticios luminosos que aparecen en los cuadros, al carboncillo o al óleo, de Álvaro Toledo, y hacemos abstracción de los objetos a contraluz o translúcidos que pueblan sus escenas de interior, cuando descubrimos que ahí están presentes simultáneamente, como antes apunté, Vermeer y Mondrian.

Pero ya que hablamos de interiores, hay otro asunto que también llama poderosamente la atención en la obra de Álvaro Toledo: cómo usa la arquitectura para obligarnos a mirar desde todas las alturas e inclinaciones. Esta forma de excitar la mirada apoyándose en los puntos de vista más forzados, me recuerda, por un lado, a Degas, y, por otro, aunque resulte insólito, al primer Mies van der Rohe. Al primero, gran voyeur, porque llevaba hasta tal paroxismo la investigación de la visión forzada que solía aconsejar no mirar nunca sino a través del hueco de una cerradura, no para sorprender ningún misterio o secreto humanos, sino para disfrutar del milagro de ver como nunca nadie suele ver. Al segundo, porque, para sacar óptimo partido a los revolucionarios materiales de la construcción moderna industrial, modificaba la perspectiva convencional y convertía el paseo doméstico en una aventura, a la cual todavía nos estamos acostumbrando. En cualquier caso, Degas o Mies son una simple excusa para remarcar el empeño de Álvaro Toledo por transmitirnos cómo, lo que rutinariamente acompaña el espacio donde discurre nuestra existencia diaria, es una constante fuente de sorpresas visuales.

Por último, si es que cupiera poner un límite a lo que nos revela la pintura de Álvaro Toledo, está su forma de narrar lo que nos pasa justo cuando no estamos.

Quiero decir que eventualmente nos aparta de la escena para mejor captar nuestra huella.

Nos hace hablar, en suma, a través de las cosas que nos rodean, mediante las cuales, conscientes o no de ello, somos más elocuentes. En este sentido, Álvaro Toledo tiene no poco de Morandi. No es que su estilo, el de Toledo, que es nítido y cristalino, pueda parangonarse con el de Morandi, tan afincado en la percepción del temblor de los objetos, sino que ambos comparten la importancia del silencio, que es un vacuum, un vacío, esa desocupación intrigante en espera o remembranza de la acción. Esto último hace a Álvaro Toledo un filósofo y un poeta, justo lo imprescindible para que sea lo que es: un gran pintor.

Pues bien, si después de todo lo hasta aquí sugerido, o, simplemente, si después de mirar su obra con la atención que se merece, alguien decide clasificar a Álvaro Toledo como un «realista», habrá que concederle que, en todo caso, lo es porque nos ha hecho más palpable, en el amplio sentido del término, lo real: esa luz que nos constituye para adentro y para afuera.

Tomás Paredes

«Toledo, parco y brillante»

Reseña de la exposición individual «Álvaro Toledo, Naturaleza muerta e interior», Galería Leandro Navarro, La Vanguardia, domingo, 18 de junio de 2017, p.14.

Con el título Naturaleza muerta e interior, Álvaro Toledo exhibe un conjunto extraordinario de pinturas y carboncillos, fechados entre el 2011 y hoy. Hacía ocho años que no exponía el pintor en Madrid y vuelve con una obra mucho más limpia y madura. Una pintura que se ha enriquecido en técnica y en concepto. En sus carbones sobre tabla deja la impresión de un alarde que hace protagonista al ambiente antes que a los objetos. Sus óleos, sobrios, fluidos, luminosos, señalan el aura de su pintura, sin pretensiones ni aditamentos superfluos o demagógicos. Ahora hay un exceso de retórica en todo y se agradece esta parca y brillante expresividad. Imbricando acuarela, carbón y pastel logra piezas de gran entidad y viveza cromática. Álvaro Toledo, Madrid 1965, es licenciado en Bellas Artes por la UCM y esta es su décimo quinta individual. Premios Pedro Bueno, Penagos y Fundación Pilar Banús, está entre los nombres más destacados de la última generación del realismo español. Como prueba, la obra reproducida, Vigas y paquete dorado, 2015, óleo/ tabla, 110 x 100 cm. ¡Recomendable visita!

Javier Rubio Nomblot

«La piel del cuadro»

Reseña de la exposición individual «Álvaro Toledo, Naturaleza muerta e interior», Galería Leandro Navarro, ABC Cultural, sábado, 20 de mayo de 2017, p.18

«Creo firmemente en el aserto que establece que forma y concepto son indisociables», ha escrito Álvaro Toledo (Madrid 1965). Esta alusión al formalismo en su acepción más greemberguiana le sitúa de hecho en un contexto– la madrileña Facultad de Bellas Artes de los años 80– relacionándolo con una generación de pintores alejados del ilusionismo y del efectismo y a menudo dedicados, desde posiciones muy diversas, a desarrollar nuevas formas de poner en evidencia el carácter puramente plano de la pintura.

Lo cual explicaría muchas de las características de los óleos y dibujos que expone ahora, casi diez años después de su última individual en Madrid: un realismo muy fundamentado en la visibilidad de la geometría –modernas arquitecturas, mínimas, que luces y sombras pueblan de diagonales y tramas complejas– que le debe su verdad y su pureza a la presencia de esos objetos conocidos, queridos, poseídos, del entorno doméstico, y que, siempre, nos arroja a la propia técnica, a la materia pictórica, que cuenta en el cuadro su propia historia: la de «su esencia, esa cualidad que es intransferible y le confiere una justificación de existir», dice el artista.

Algo que es perfectamente apreciable en los carboncillos –soberbios, densos y oscuros– ya que sobre su superficie permanecen las huellas de los líquidos y otras manipulaciones, pero que también les confiere a los austeros óleos esa aspereza característica de la pintura directa, despojada, sin alardes que ya ensayaran Sánchez Cotán, Morandi y otros pintores de la finitud.

Prof. Dr. María Dolores Jiménez-Blanco

«Álvaro Toledo: mirar»

Texto para el catálogo de la exposición individual «Álvaro Toledo, Naturaleza muerta e interior», Galería Leandro Navarro, del 4 de mayo al 30 junio de 2017

Mirar, dibujar, mirar, pintar, mirar, grabar. Mirar, mirar, mirar. El ejercicio que hace Álvaro Toledo va y viene de su mirada al mundo, del mundo a su mirada, pero se refiere, sobre todo, como él mismo dice, “a un universo que es íntimo en el que la realidad está re-creada”. Sus obras no buscan confundir al espectador: ni son como las uvas pintadas por Zeuxis, tan tentadoras que los pájaros se sintieron atraídos a picotearlas, ni como la cortina de Parrasio, que logró engañar al propio Zeuxis. No son trampantojos: no intentan equivocar a nuestro ojo haciéndose pasar por algo distinto de lo que en realidad son. Por el contrario, se afirman en su cualidad de imágenes per se. Pero no son una simple transcripción visual de la realidad observada. Se trata, como explica el propio pintor, de imágenes construidas para desvelar el orden, la arquitectura que se establece entre objetos y espacio, o mejor entre objetos, espacio y mirada: un argumento triangular que los relaciona entre sí para crear una narrativa que trasciende la realidad material.

En algunas piezas de Álvaro Toledo resuena la voz de Morandi, su manera de percibir un orden sencillo y sofisticado a la vez. También se intuye a Cézanne: la estructura de lo visual que hace que cualquier encuentro fortuito entre los cacharros de un bodegón adquiera el sentido de lo inmutable. Al mismo tiempo, en sus palabras y en sus obras asoma Juan Gris. Álvaro Toledo escribía en mayo de 2016:

«creo firmemente en el aserto que establece que forma y concepto son indisociables. Este principio rige mi práctica profesional. Cuando trabajo siempre parto de una idea que yo encuentro inspiradora, a veces una intuición, que se transforma a lo largo del proceso de materialización que va de lo abstracto (la idea) a lo concreto (la obra)».

Juan Gris, por su parte, a quien tantas veces se ha situado en la estela de pintores quinta esencialmente franceses como Chardin, pero también en la tradición española –y mística- de Zurbarán o Sánchez Cotán, explicaba de un modo parecido su célebre “método deductivo”. Un método que le sitúa sobre todo en el cuestionamiento de la visión desde el marco de la pintura contemporánea, en tensión crítica con Cézanne:

«Considero que el lado arquitectónico de la pintura es la matemática, el lado abstracto [y] quiero humanizarlo: Cézanne hace un cilindro de una botella; yo parto del cilindro para crear un individuo de un tipo especial, de un cilindro yo hago una botella, una determinada botella. Cézanne va hacia la arquitectura, yo parto de ella.»

Es decir, la idea precede al objeto, la geometría universal precede a la descripción de lo particular. Concepto y forma. Y sigue Álvaro Toledo:

«para mí la vieja rivalidad existente entre los lenguajes figurativos frente a los denominados abstractos está superada por nuevos desafíos, que tienen más que ver con el valor del Arte como objeto y el papel del artista en la confección de la obra. Estos son los asuntos sobre los que yo quiero reflexionar».

No es extraño que de nuevo Juan Gris, al que Guillaume Apollinaire caracterizó como “el hombre que reflexionó sobre todo lo moderno”, hablase en términos parecidos. Figuración y abstracción eran para él tan inseparables como la trama y la urdimbre de un mismo tejido: el del arte moderno, que entiende la pintura o el dibujo como forma de conocimiento, como reflexión sobre la realidad y sobre el lugar del artista en el mundo. En ese sentido es la mirada, más que ningún otro aspecto de la realización material de la obra, por virtuoso que pueda llegar a ser, la que revela al artista. Es la mirada la que consigue unir trama y urdimbre, concepto y forma. La mirada de Álvaro Toledo percibe la esencia de un encuentro, de unos objetos en un lugar y con una luz determinada. Y su factura, honesta y verdadera, seduce al espectador sin traicionarla.

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